REVOLUCIÓN

Publicado el 04 de noviembre de 2025 | Por J.C. Sobrepere | 74 visitas
Resumen: La revolución es el clímax de la reivindicación política y nuestro personaje lo sabe muy bien.

Era su rostro un verso de palabras obscenas. «Todo por el partido», apostillaba a cada parrafada, parrafada memorizada de algún panfleto comunista.

Yo, por lo general, no soy amigo de doctrinas o dogmas, por eso me gusta dinamitar esos ambientes que reclaman una libertad participativa que, en realidad, exige como conclusión final la asunción inequívoca de unas directrices concretas. Se trata de hacer preguntas que necesitan ser respondidas con un sí para pasar a la siguiente lo antes posible, y, para cuando uno se ha dado cuenta, ya solo repite las fórmulas demandadas sin que, en realidad, se haya podido discutir sobre ninguna de ellas.

Aunque era mayor, su rostro era la imagen de la rebeldía y el descaro más genuinos; su mirada era revolucionaria, sus ojos incendiarios y el tabaco que fumaba olía más bien a pólvora. La verdad es que me dejó prendado.

Las reuniones tenían lugar en un local oscuro, de nombre clandestino; a él acudían unos pocos individuos que hacía tiempo habían perdido el rumbo en sus vidas y deseaban, tal vez sin ser conscientes, encontrar una corriente que finalmente los condujese.

El partido era de ámbito nacional, o al menos eso decían ellos, y, si uno buscaba por internet, se sorprendía de las historias que contaban: secuestros, extorsiones y demás tropelías que le daban un tinte más de secta que de otra cosa.

El local estaba en tinieblas; los cigarrillos eran admitidos como el humo de la locomotora revolucionaria. A mí, que detestaba el tabaco, me importunaba un tanto, pero lo compensaba con los debates descafeinados que en ocasiones me obligaban a disimular una carcajada. Recuerdo a un tipo, ya mayor, que me comentó que, cuando Franco, había sido perseguido por los grises y que había pasado malos tiempos hasta que le condonaron una deuda. Otra chica, de corte anarquista, decía sí a todo con tanta facilidad que admiraba a su adoctrinador, que no cejaba en ponerla de ejemplo para el resto.

Pero mi revolucionaria atraía como un imán: tras sus caladas y miradas penetrantes parecían acumularse años de lucha obrera, de enfrentamientos, de militancia activa. No cabe duda de que para un ser escéptico como yo aquello no dejaba de tener su atractivo. Volví tarde a mi piso: la reunión había sido larga e intensa, y yo había disfrutado poniendo patas arriba la ideología del partido, o de la secta, como se guste llamar.

Eso, al parecer, había alterado el espíritu de ella. Ya se sabe, el típico tópico: los polos opuestos se atraen.

La noche la pasamos juntos, debatiendo con acaloramiento la teoría marxista, que ella conocía al dedillo y que yo gustaba de desmontar con mordaces argumentos. Hasta que llegó un momento en que la situación exigía dar un paso más. Ya cualquier palabra estaba de más y la verborrea se hacía evidente. Entonces me aproximé un tanto a ella y un hilo de energía se abrió entre su boca y la mía. La besé, al principio tímidamente, pero el cosquilleo placentero nos obligó a seguir explorando ese terreno prohibido.

Aquella noche prometía. Nos fuimos directos a la cama y empecé a magrearla de una forma un tanto soez: estábamos calientes, jadeantes, bañados en saliva y con nuestros sexos a punto de estallar. Entonces, sin saber por qué, me acordé de Marx, del concepto de plusvalía y de algunas de sus consecuencias. Ya había introducido mi capital en el banco palpitante de ella cuando, de repente, mis trabajadores, como un torbellino irrefrenable, empezaron a manifestarse en mis sentidos. Debía existir algún fallo en la teoría del valor, o al menos yo pensaba en alguna modificación del valor-trabajo. El caso es que los precios no se ajustaban a la realidad y que el banco no recibía los intereses deseados.

—¿Te pasa algo? —me preguntó jadeante.
—No —contesté—, ¡sigue!

Pero el déficit comenzaba a ser preocupante y mis avales fueron perdiendo crédito a marchas forzadas. Ya no pude más y me aparté pensativo. Ella, visiblemente contrariada, me echó en cara mi falta de ardor, de ardor revolucionario.

Sin saber por qué, aquello no me afectó y me llevó a acomodarme frente a mi escritorio para redactar un ensayo sobre la plusvalía. Miré a la cama, pero ya no estaba: un portazo había sellado aquel clímax que finalmente no había resultado amortizado.

Página 1 / 1
0
0 valoraciones