LA IMAGEN DE UN ADIÓS
Publicado el 01 de noviembre de 2025 | Por J.C. Sobrepere | 83 visitas |El rabino acariciaba la mejilla de la niña, al tiempo que le susurraba palabras de ánimo. En el centro de la estancia, la tumba de su padre parecía flotar sobre un mar de flores.
La viuda estaba rodeada por los presentes, que a cada instante la asaltaban para darle el pésame. Algunos hasta se empujaban, hartos de esperar, como si estuvieran a la puerta de un teatro.
La hija no parecía mostrar expresión alguna. Su mirada ausente, perdida, permitía suponer que sus pensamientos volaban lejos, ajenos a toda la parafernalia de la ceremonia. Sin duda, corría junto a su padre por aquellos verdes prados, como cada domingo.
El rabino tras dejar a la madre, fue en busca de la pequeña. Sus palabras, que habitualmente causaban gran impresión en sus fieles, parecían ahora resbalar de forma miserable, ante la insospechada integridad de la huérfana.
Yo observaba desde la esquina, junto al perchero, buscando camuflarme entre las pieles de todos esos animales que algún día estuvieron encaramados a la vida.
Mi tío, el funerario, solo se preocupaba de que el toqueteo curioso de los presentes, no estropeara el magnífico trabajo de toda una noche. No decía nada, pero sus miradas de reprobación ponían freno a la iniciativa de más de uno.
La pompa fúnebre recorrió las calles de la villa en silenciosa procesión. Yo conducía el coche. Desde el retrovisor podía apreciar el grupo de personas, de negro, con los rostros cariacontecidos, que arrastraban penosamente los pies, aferrándose los unos a los otros. En contraste, la gente que andaba por la calle, iba ensimismada, corrían al trabajo, miraban los escaparates o compraban el periódico. Nos daban la espalda al tiempo que observaban de reojo. Ocasionalmente, algún anciano se detenía a contemplar el paso del séquito santiguándose.
Al llegar al camposanto ayudé a mi tío y al enterrador, al tiempo que el rabino, comenzaba a leer en voz alta, algún versículo rescatado para la ocasión de los textos sagrados.
Era Otoño, los árboles negruzcos, mostraban al cielo gris sus ramas peladas y sombrías. Una racha de viento hizo levantarse la hojarasca, entre inquietantes silbidos, que acompañaban el discurso melancólico, y al mismo tiempo esperanzador del rabino.
La leve sonrisa de la niña llamó mi atención entre tanta pesadumbre. Tenía su mirada fija sobre algo. Al girarme, por un instante creí apreciar la desdibujada figura de un hombre. Parecía envuelto en una neblina que difuminaba extrañamente su contorno. Al pestañear, aquel tipo había desaparecido lo que me turbó bastante, miré en rededor para ver si alguien más se había percatado. Pero salvo la pequeña, yo parecía ser el único.
Poco después, al concluir el entierro, aproveché para aproximarme hasta ella. ¿Has visto a aquel hombre? le pregunté. Sí contestó ella Era mi padre que se despedía de nosotras. Entonces la madre se interpuso, arrastrando a la niña al tiempo que yo, asombrado, aún trataba de digerir aquella contestación insólita.
Hoy tengo ochenta años. Se podría decir que la muerte me ronda, o más bien que yo la rondo a ella. El caso, es que esta noche, al abrigo de la tenue luz de una vela rememoro aquel episodio, que jamás conté a nadie, y que ahora, en el ocaso de mis días cobra una insólita trascendencia. Gracias a él, creo en la vida después de la vida y confío en poder dar mi último adiós a mis seres queridos.