LA MEDIA LUNA

Publicado el 04 de noviembre de 2025 | Por J.C. Sobrepere | 35 visitas
Resumen: Historia de un escritor que se somete a la inclemencia de los certámenes literarios.

Un cambio, un cuento, barruntaba mi mente mientras apuraba el café frente al escritorio. Las facturas impagadas se cebaban en la mesa, entre las estanterías huérfanas, donde una vez habitaron insignes cuentistas como don Mario, Poe o el mismo Chéjov. Y es que estos libros tienen un valor, aparte del sentimental. Tienen el valor de un saber universal que lo trasciende todo, excepto la necesidad de pagar la hipoteca y las cargas habituales de un ser mundano.

Con chinchetas de colores marcaba los puntos neurálgicos de mi esperanza sobre un mapa de España, poblado de arterias y nudos urbanos, de curvas, cordilleras, de bosques, de ríos, lagos y afluentes. Al final de uno de ellos coloqué la última; era de color púrpura. Viñarodico de Arriba se llamaba el pueblo. Y el premio eran unos seis mil euros.

Como un resorte, abandoné mi estudio y me precipité escaleras abajo. A la vuelta volví a sentarme, dejando sobre la mesa una botella de cava, apagando mi cigarrillo sobre el café. ¿Qué título le pondría? Entonces intenté abrir la botella, que se resistió hasta que el corcho saltó, marcando el techo con una minúscula media luna. Aquella imagen me dio una idea. Fue como un chispazo de inspiración que, como un rayo, fulmina las dudas y deja el camino expedito para mancillar el vacío de la hoja en blanco. La media luna comenzaba a abrir surcos en mi mente, que se traducían en golpes melódicos sobre el vetusto teclado, entre los que florecían, como torrentes, las fuentes del conflicto.

Como un ser urbano que se enreda en un zarzal, así me sentía yo en aquel pueblo perdido de Dios. Más de una hora de cuesta para llegar al puto ayuntamiento. El autobús te dejaba bajo el mismísimo infierno. El hecho es que me topé con un grupo de feriantes, a cada cual más variopinto, que consultaban un suntuoso cartel que exponía, al parecer, una lista de nombres y obras; el ganador se sabría a las seis de la tarde. Hurgué en mi bolsillo, y nada más.

Todo lo que decían las guías de viaje estaba equivocado: la ubicación, el paisaje, las cuestas… La verdad sea dicha, yo no me encontraba en una gran forma física, pero aquello era demasiado. Al final había un castillo, otrora fortaleza inexpugnable, que yo esperaba asaltar con mi mejor relato hasta la fecha. Se lo había mostrado a varios amigos hasta el punto de convencerme de ello. Y, precisamente, había elegido yo una plaza fácil para no errar el tiro.

Como siempre declinaba ir a cualquier tipo de reunión social si antes no me emborrachaba debidamente, busqué un buen lugar en la sombra y me tumbé un buen rato, hasta que el lametón inoportuno de unas cabras me despertó de mi letargo. Era la hora.

El ayuntamiento ya abría las puertas y todos los paisanos del lugar se aglomeraban sin aparente expectación. Los miembros del tribunal estaban sentados en una mesa y sonreían complacidos ante la afluencia de público.

A mí, en realidad, me importaba un carajo si aquellas gentes, sacadas de un baúl de anquilosados recuerdos, sabían siquiera leer; lo importante era salir de allí con el dinero. Aunque también me conformaba con las sobras, pero ni canapés ni nada. Todos encontramos finalmente un asiento, hasta que aparecieron por allí una pareja de gemelos, que curiosamente hizo revolverse a la gente. Inmediatamente hubo un aplauso unánime, nada espontáneo, a mi parecer, sino de lo más calculado. Serían algunos políticos importantes, pensé. Varios fotógrafos, algo dejados en sus formas, sacaron instantáneas para inmortalizarlos. Los gemelos tomaron asiento y, de repente, por una puertezuela salió un hombre con un bastón, ayudado por un niño que, a modo de lazarillo, le ayudaba por el camino. “El señor alcalde”, escuché, cuando ya todo el mundo había dejado de aplaudir. En aquel momento hubo unas breves palabras: en ellas se agradecía la asistencia al público y se ensalzaban los valores culturales de aquel pueblo, si es verdad que alguna vez los tuvo. El presidente del tribunal, un viejecillo de aire petulante, repasó con la mirada a los finalistas, hasta detenerse en mí. “El premio de Viñarodico de Arriba recae en el relato ‘La media luna’”, soñaba yo mientras los aplausos tronaban, hasta que de repente caí en la cuenta de que los gemelos se levantaban y se acercaban a la mesa para recoger su trofeo.

“La conquista de Viñarodico de Arriba” era el relato ganador, una gesta histórica que los dos únicos escritores del lugar habían concebido hace unos meses para conmemorar las fiestas del pueblo.

Ya estaba volviéndome sereno cuando me percaté de que se acercaba la hora de coger el último autobús; apenas tuve tiempo de zafarme de la muchedumbre que se agolpaba camino a la feria. Llegué de madrugada, me tumbé en la cama y observé, antes de dormirme, aquella media luna que aún seguía señalada en el techo.

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